9 de agosto de 2010

El crimen de la carretera Málaga-Almería por Norman Bethune.


Norman Bethune.


La evacuación masiva de la población civil de Málaga comenzó el
domingo día 7. Tropas alemanas, italianas y moras
entraron en la ciudad el lunes día 8 por la mañana; tanques,
submarinos, barcos de guerra, aviones, todos a la vez para aplastar
a las defensas de la ciudad mantenidas por un pequeño y heroico
grupo de tropas españolas sin tanques, ni aviones que los
defendieran.

Los así llamados "nacionalistas" entraron en lo que prácticamente
era una ciudad desierta, del mismo modo que habían hecho en cada
pueblo y ciudad asediada en España.

Así que imagínense a ciento cincuenta mil hombres, mujeres y niños
disponiéndose a marcharse en búsqueda de seguridad hacia una ciudad
situada o más de cien millas. Hay una única carretera que pueden
tomar. No hay ninguna otra manera de escapar. Esto carretera,
limítrofe por un lado, con las altas montañas de Sierra Nevada, y
por el otro, con el mar está construida sobre la ladera de linos
acantiladas y sube y baja a más de 500 pies por encima del nivel del
mar. La ciudad que deben alcanzar es Almería y está a más de
doscientos kilómetros más allá. Un joven fuerte y sano puede caminar
a pie unos cuarenta o cincuenta kilómetros diarios. El viaje a que
estas mujeres, ancianos y niños debían enfrentarse les llevará a
cinco días y cinco noches de camino, al menos. No encontrarán
alimentos en los pueblos, ni trenes, ni autobuses para
transportarlos. Ellos debían caminar y a medida que iban andando se
tambaleaban y tropezaban con los pies llenos de rajas y de heridas
de ir por el pedernal de la carretera, los fascistas los
bombardeaban desde el aire y les disparaban desde los barcos de
guerra.




Bethune evacuando refugiados en la carretera de Málaga.

Ahora lo que quiero contarles es lo que yo mismo vi de esta penosa
marcha, la más grande y terrible evacuación de una ciudad en los
tiempos actuales. Llegamos a Almería a las cinco del día 10 con un
camión refrigerado, cargado de sangre almacenada desde Barcelona.
Nuestra intención era continuar hacia Málaga para poner
transfusiones de sangre a los heridos. En Almería, oímos por vez
primera que la ciudad había caído y fuimos advertidos de no ir más
lejos ya que nadie sabía ahora donde estaba la línea del frente
enemigo, pero todos estaban seguros de que la ciudad de Motril había
caído también. Pensamos que era importante continuar y descubrir
corno se desarrollaba la evacuación de los heridos. Salimos por la
tarde a las seis por la carretera de Málaga y a unas cuantas millas
más allá nos encontramos con la cabeza de la lamentable procesión.
Aquí estaban los más fuertes con todas sus pertenencias sobre los
burros, las mulas y los caballos. Los pasamos, y cuanto más lejos
íbamos, aún más penosa a la vista, se hacían los espectáculos. Miles
de niños, contamos unos cinco mil de menos de diez años, y al menos,
mil de ellos iban descalzos y, muchos de ellos cubiertos con una
sola prenda. Estos iban recolgados de los hombros de sus madres o
agarradas a sus manos. Aquí habla un padre que iba tambaleándose con
dos niños, uno de un año y otro de dos años, sobre sus espaldas,
además de estar cargando cazos y sartenes, junto con alguna valorada
pertenencia. El incesante torrente de gente llegó a ser tan denso,
que apenas podían os forzar el coche entre medio. A ochenta y ocho
kilómetros de Almería nos suplicaron que no fuésemos más lejos, ya
que los fascistas estaban justo detrás.

Por entonces habíamos pasado al lado de tantas mujeres y niños
afligidos que pensamos que lo mejor era volver y comenzar a poner a
salvo los peores casos. Era difícil elegir cuales llevarse, nuestro
coche era asediado por una multitud de madres frenéticas y padres
que con los brazos extendidos sujetaban hacia nosotros sus hijos,
tenían los ojos y la cara hinchada y congestionada tras cuatro días
bajo el sol y el polvo.




"Llévense a este"'; "miren este niño'; "este está herido". Los niños
envueltos de brazos y piernas con harapos ensangrentados, sin
zapatos, con los pies hinchados aumentados de dos veces su tamaño,
lloraban desconsoladamente de dolor, hambre y agotamiento.
Doscientos kilómetros de miseria. Imagínense, cuatro días y cuatro
noches, escondiéndose de día entre las colinas ya que los bárbaros
fascistas los perseguían con aviones, caminaban de noche agrupadas
en un sólido torrente, hombres, mujeres, niños' mulos, burros,
cabras gritando los nombres de sus familiares desaparecidos,
perdidos entre la multitud. Cómo podíamos elegir entre llevarnos a
un niño muriéndose de disentería o entre una madre que nos
contemplaba silenciosamente con los ojos hundidos llevando contra su
pecho a un niño nacido en la carretera hacía dos días. Ella se había
parado de caminar durante diez horas solamente.

Aquí había una mujer de sesenta años incapaz de seguir arrastrándose
para dar un paso más, sus gigantescas piernas hinchadas con úlceras
y varices sangrando dentro de sus rotas sandalias de trapo. Muchas
ancianas abandonaban simplemente esta lucha, se tendían a los lados
de la carretera y esperaban la muerte.

Decidimos llevarnos primeros a los niños y a las madres, pero luego
la separación entre padre e hijo, marido y mujer se hizo demasiado
cruel para poder soportarla. Acabamos por llevarnos a las familias
con mayor número de hijos pequeños, y a los niños solitarios de los
que había centenares, sin padres. Llevábamos a treinta o cuarenta
personas en cada viaje durante tres días sucesivos a Almería, al
Hospital del Socorro Rojo internacional, donde recibían cuidados
médicos, comida y ropa. La inagotable devoción de Hazen Sise y de
Thomas Worsley, conductor del camión, salvó muchas vidas. Se
alternaban para conducir día y noche, ida y vuelta, durmiendo en
medio de la carretera entre viaje y viaje, sin comida, excepto pan
seco y naranjas.

Y ahora viene la barbarie final. No contentos con bombardear y
ametrallar a esta procesión de campesinos indefensos, a lo largo de
esta larga carretera, en la tarde del día 12 cuando el pequeño
puerto de Almería estaba repleto de refugiados, habiendo aumentado
en población el doble, cuando unas cuarenta mil personas exhaustas
alcanzaron un puerto de lo que ellos pensaban que era seguridad,
fuimos masivamente bombardeados por aviones fascistas alemanes e
italianos. La sirena dio la alarma treinta segundos antes de que
cayera la primera bomba. Estos aviones no hacían esfuerzo alguno por
alcanzar los barcos de guerra del Gobierno que estaban en el puerto,
ni por bombardear las barricadas. Estos lanzaron deliberadamente
diez gran des bombas en el centro mismo de la ciudad, donde en la
calle principal, dormían apiñados sobre la calzada, de tal forma que
apenas si podía pasar algún coche, los exhaustos refugiados. Después
de que hubiesen pasado los aviones recogí en mis brazos a tres niños
muertos de la calzada, justo enfrente del Comité Provincial para la
Evacuación de refugiados donde hablan estado esperando en una larga
cola a que les dieran una taza de leche y un puñado de flan seco,
era el único alimento que algunos tornaban durante días. La calle
parecía una verdadera carnicería, llena de muertos y de moribundos,
alumbrada solamente por el resplandor anaranjado de los edificios en
llamas. En la obscuridad, los lamentos de los niños heridos, los
chillidos de las madres agonizantes, las maldiciones de los hombres,
iban elevándose en un solo grito masivo, alcanzando un tono de
intolerable intensidad. Uno mismo sentía su cuerpo tan pesado como
el de los muertos, pero, vacío y hueco, y uno sentía su cerebro
arder con una intensa luz de odio. Aquella noche fueron asesinadas
cincuenta personas de entre la población civil y, unas cincuenta mas
fueron heridas. Hubo dos soldados muertos.

A hora bien, ¿cuál era el crimen que esta indefensa población civil
había cometido para ser asesinados de este modo tan sangriento? Su
único crimen era que habían votado para elegir un Gobierno de
personas encargadas de la más moderada mitigación de la abrumadora
carga de siglos de codicia capitalista. La cuestión había sido ya
abordada, ¿por qué no se habían quedado en Málaga esperando la
entrada de los fascistas? Sabían lo que les pasaría. Sabían lo que
iba a ocurrirles a sus hombres y mujeres, lo mismo que les había
pasado a tantos otros en las demás ciudades apresadas. Todo varón
entre 15 y 60 años que no pudiera demostrar que no había sido
forzado a ayudar al Gobierno, sería inmediatamente fusilado. Y es el
conocimiento de todos estos hechos lo que concentró a dos tercios de
toda la población española en una cuarta del país y lo que aún
sostuvo la República.